El amor y la muerte entre los tomates uniformes

 


Fue una mañana antes de la pandemia, en un supermercado muy popular de este país, no diré su nombre, pero quizás con mencionar la cestita de la compra cargada de productos sea suficiente. Yo me encontraba donde las verduras, agarrando sin placer tomates que no se distinguían unos de otros, uniformes, todos de buen aspecto, mientras pensaba que ya no quedaba de la compra ni la satisfacción de ver, tocar y elegir lo bueno, sino que todo se había reducido a la rudeza de agarrar y echar al carro.

Me di la vuelta a por otra bolsa y os vi a los dos: la pareja más bonita y romántica que había visto en mi vida. Tendréis que disculparme la exageración, para mí, el momento es la vida. Veníais de la mano, él te la aferraba con la solidez rígida y desajustada de sus ochenta y tantos años, con el cuidado del que lleva algo frágil y muy querido, indispensable y efímero, muy muy efímero.

Entrasteis por el camino ancho que había entre las cajas y detuvisteis mi tiempo, agudizasteis mis sentidos, el movimiento se hizo lento, no tenía consciencia más que de vosotros.

Tu compañera tenía la cara pálida, los pómulos salidos, el miedo en los ojos y un grito silencioso en la boca anunciaba la muerte, la real o la de la consciencia, pero se te iba.

La llevabas con cuidado, no la perdías de vista, y si tenías que agarrar una bolsa, vigilabas a los que la rodeaban como un sabueso, con la desesperación de saber que no te sentían ni te veían, que seguían a lo suyo, sin darse cuenta de tú angustia, de tu miedo a no llegar a tiempo si ella se caía; de no tener fuerzas para parapetarle un golpe si algún descuidado la empujaba.

Plantada entre dos filas de estantes, con la bolsa colgándome vacía y olvidada de la mano, giraba sobre mi propio eje contemplándote, con un nudo en el estómago y una suerte de excitación e incredulidad que se iba apoderando de mí. Quería interpelar a todo el mundo,  gritarle: «atolondrados, parad, qué hacéis mirando patatas, cogiendo cebollas; no veis que este es un momento único, una maravilla, un instante de auténtico Amor». 

En seguida volviste y le sujetaste la bolsa con paciencia para que ella echara sus peras, todas iguales excepto en ser las elegidas por ella. Tomaste luego la bolsa liviana en una mano, no había cogido muchas, y a ella con la otra, y seguiste caminando con el peso adelantado, queriendo asegurarte de que plantabas firmemente los pies para no caerte y volviendo la cabeza cada pocos pasos para no dejar de mirar su cara ni ella la tuya, sabiendo que faltaba poco, que ya había llegado el momento que siempre creísteis tan lejano.

No sé si la amaste así durante todo el tiempo que estuvisteis juntos, no sé si la hiciste sufrir, o si te lo hizo ella. No sé si siempre supiste lo valiosa que era para ti o si acababas de descubrirlo, pero aprendí que la belleza de la vida se manifiesta todos los días, incluso alrededor de los tomates uniformes. 

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