Entre la frialdad de las sábanas

Mujer sentada en la cama arropada con una sábana sobre los hombros en actitud de tristeza
Foto de Cottonbro studio


Hoy os traigo un relato verídico de esos que me topé en una gran superficie. Sí, los supermercados son para mí un filón de historias y es que, como todos sabemos, entre el estante del café y el de los garbanzo se oyen cosas…

No voy a novelarlo, lo voy a contar tal cual porque hay realidades que superan a… no creo que sea necesario continuar la frase.

¡Empecemos pues! 

Estaba yo mirando sábanas en el apartado de lencería y camas de ese gran supermercado al que no le voy a hacer publicidad. Por qué, os preguntaréis, sí se la hice a otro supermercado en mi relato «El amor y la muerte entre los tomates uniformes» y, no es que en ese relato dijera el nombre de la empresa, pera la foto hablaba por sí sola. 

Sí, fue por eso, por lo que estáis pensando, porque en los tiempos de su publicación estaba en boca de todos una práctica que se había puesto de moda en sus tiendas y quería jugar con esa expectativa para llamar la atención sobre mi historia, aunque para nada iba sobre lo que todos esperaban.

No nos desviemos del tema el enlace a ese otro relato os lo dejo al final de este y continúo con mi anécdota de hoy. Imaginadlo. Tranquilos, no es donde los garbanzos, estoy en el departamento de lencería, perdiendo mi tiempo entre las sábanas funcionales y anodinas típicas de esas grandes superficies.

A la que la mercadotecnia quiere que se vayan todos los ojos, ya está en mis manos y, de pronto, escucho a una pareja discutir.

La conversación es civilizada, contenida. Se nota por esa tensión que tira de las sílabas y las hace más lentas, más espaciadas y que hacen chirriar los nervios como un tren cuando disminuye la velocidad antes de frenar. Suelto mis sábanas y como la que no pensara en otra cosa, me aproximo distraída a no contemplar las que están más cerca de ellos.

—¿Qué te parecen estas? Son las más bonitas. Tienen al menos una gracia, son las menos corrientes, además este verde claro relaja —dice ella con un entusiasmo claramente fingido y destinado a que a él le cueste apagarlo.

Me sorprende ver que se trata de un tipo atractivo, no como un actor de cine, pero con algo que lo distingue: es alto, delgado, con una media melena interesante y con una frialdad suavona carente de pasión que se me hace al instante tremendamente aburrida. 

Me lo imagino colocando todas las noches, con sus manos finas y delicadas de teclear largas horas, el bol de aceitunas y la canastita de patatas fritas delante de un vino de gama media en la mesa centro de la TV. Lo veo escanciándolo con parsimonia, atento a la oxigenación del líquido sobre una copa canónica, inclinada en los 45 grados reglamentarios a los otros tantos de la botella.

—Prefiero estas lisas me parecen más elegantes, más sencillas y más baratas. No necesitamos más— Todo es más, me fijo.

Ella lo mira desconcertada. Se le nota que lo daba por cosa hecha, que cree que las sábanas son cosa suya; al fin y al cabo, qué puede importarle a él el estampado de unas sábanas. En seguida comienza el conflicto, se palpa. No suelta las elegidas, por el contrario, las pega a su pecho y en su lenguaje corporal se lee su pensamiento, sus dudas: ¿acaso no tiene él el mismo derecho o más bien el deber de tomar parte de la decisión? ¿Acaso no es eso lo que se pretende, que se implique?

Él nota esa vacilación, sabe, como sé yo, lo que está pensando. Sabe de su lucha entre lo que desea, lo que ha vivido, lo que siente que es su reino y lo que se resiste a perder. Se da la vuelta y se sienta con elegancia en la cama canapé que se encuentra a su lado, cruza una pierna sobre otra y apoya la barbilla en el eje codo rodilla en una actitud contemplativa de tipo interesante.

No me preguntéis por qué, pero se me representa en el acto al Adolfo Marsillach de otros tiempos, en el papel del hombre seguro de sí mismo, rayano en lo prepotente, en acción. Siento de veras que las más jóvenes no sepáis de quién os hablo; quizás no sea una lástima, me diréis.

—Te veo muy descontenta hoy, pareces nerviosa, tensa. No sé por qué. Si no te gusta, si no estás a gusto, no tienes que alterarte, eres libre.

No dice de qué, pero creo que las dos sabemos de qué es libre. 

Los segundos se estiran y las dos vibramos en la misma cuerda mientras él flota en el vacío. Siento en mi interior su lucha, como se debate su orgullo ante esas palabras para mí meditadas con frialdad de ajedrecista, para ella pienso que amenazantes. 

La alternativa está clara, la cosa está entre él, un hombre atractivo, que lo hace todo a medias, que se tomaba las decisiones del hogar y de la compra en serio, al cincuenta por ciento, como tiene que querer, como debe ser hecho, o la soledad. 

Lo mira y yo les doy la espalda, más atenta que nunca. Tenemos claro que él no piensa hacer ninguna concesión a su ancestral sensibilidad femenina en cosas de gustos sabaneros y que su silencio y su actitud es estudiada, es un pulso. Sí, no cabe duda ninguna: es eso o la soledad.


No puedo resistirlo más y me giro y en ese momento lo veo claro, en la pose de Marsillach de pronto veo la mirada de Bette Davis y me da por pensar que este animal macho moderno, empujado por la presión de tantos frentes, está mutando. Está adquiriendo la astucia del débil, las armas del sometido: la manipulación. 

Noto el instante exacto en que ella decide darse tiempo. Está cansada de todo el día y este conflicto está siempre presente entre los dos; pero este tampoco es el momento. Los dos continúan su camino con las manos vacías. 

Lo mismo hice yo, pero con la cabeza llena.


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