Al capricho de la avispa
El día de mi epifanía me encontraba jugando en un parque con otros niños. La tarde era desapacible, de primavera debía ser, el sol se dejaba ver de vez en cuando y las avispas e insectos revoloteaban a nuestro alrededor. En cierto momento se retiraron las nubes y el sol apretó con fuerza, lo que nos empujó, sin ser nosotros conscientes, a sentarnos sobre la arena en una zona de sombra muy cerca del banco que ocupaban dos madres, una de ellas la mía.
Pese a la angustia que solía producirme escuchar las voces que me rodeaban, especialmente las de mi familia, se coló una voz ajena, diferente, que llamó mi atención porque atenuó los demás sonidos como un solo de orquesta:
—¿Y qué puede hacer ella? ¿No está eso fuera de su control? ¿Cómo puede ella impedir que le pique una avispa si está en el parque? —dijo con la tranquilidad que siente una persona cuando sabe que la lógica está incontrovertiblemente de su parte.
Esa simple frase, dicha así, tan suavemente, penetró en mi cabeza con la sorpresa de una revelación divina, como si surgiera de un arcángel, y en ese momento me brotó la esperanza. Pensé por primera vez que quizás había otras consideraciones, otro entendimiento y sin pretenderlo me saltaron a la consciencia las partes de la conversación que había escuchado sin procesarlas, como era mi costumbre:
—¡Vete de ahí! ¿No ves que te van a picar? ¡Qué las tienen encima! ¡Si te pasa algo no sé cómo te voy a llevar al hospital, no tengo aquí el coche! Nada, no me hace caso, ¡hay que joderse! por un oído le entra y por el otro le sale, igual que a su padre —decía mi madre a la otra—. Ella hace lo que le da la gana y con no hablar lo arregla todo. Si supieras como se le ponen las picaduras de insectos.
Así llevaba toda la tarde y todo hubiera continuado como de costumbre si no se hubiera cruzado la otra voz: Si esta señora tiene este otro argumento, me dije, quizás haya más, quizás solo tenga que encontrar el sitio en el que se guardan.
Ahora lo recuerdo así, pero debió suceder de otra manera claro, no con el mismo vocabulario, entonces tenía ocho años, lo sé porque mis padres se acababan de separar. La forma de hablar de aquella mujer me era totalmente nueva, yo nunca había escuchado algo así, era como si sacara las palabras una a una de un bolso y las fuera posando sobre el regazo de mi madre formando frases neutras, sin adornos de resabios o insultos, sin apóstrofes feroces.
A partir de ahí presté mucha atención a la conversación que mantenían. Lo que decía mi madre no me interesaba, era lo mismo que le contaba a todo el mundo, que si mi padre era esto y aquello, que si no paraban de discutir por nuestra culpa: de mi hermana porque era un desastre, no estudiaba nada y para colmo tenía la desgracia de haber heredado las migrañas de nuestros padres, herencia por partida doble, ¡una putada! Y ella, ella ahora era yo, porque era desobediente y suavona, esas solían ser las palabras exactas.
No siempre todo había sido así, continuó mi madre contándole a la otra, habían tenido sus buenos momentos, con sus peleas, como todos los matrimonios, pero habían ido sorteándolos como podían, hasta que nuestro comportamiento, más las presiones del trabajo y el resto de las obligaciones la habían desquiciado y claro, reconocía que había estado insoportable, pero hubieran podido superarlo si no lo hubiera pillado en el trabajo (trabajaban juntos), liado con su jefa detrás de una puerta, ahí justo, en ese momento es cuando él se dio cuenta que ya no la soportaba más.
Aproximadamente este era el relato de todos los días, de cada llamada de teléfono que contestaba, de cada vecina que se encontraba, de cada amiga y al que yo hacía oídos sordos efectivamente porque no lo comprendía y porque me atemorizaba profundamente. Reconozco que es muy posible que esta narrativa la haya construido a posteriori, con fragmentos extraídos de las versiones que le he escuchado a lo largo de los años, pero lo que no he olvidado, lo que no he podido reconstruir, o tal vez sí, no sé, fueron las respuestas de la otra madre.
—¿Y no crees que te puede estar escuchando?
—¿Escuchando? No hija que va, no ves que no se inmuta, es como una piedra, como su padre, solo piensa en ella, a los demás ni nos ve.
No hacía falta haber visto los ojos de la otra madre para saber que se referían de nuevo a mí. Mi madre hablaba de nosotras como si no estuviéramos presente, ni si quiera pronunciaba nuestros nombres, solo decía ella por aquí, ella por allá, masticando la elle con rabia, de manera que solo por los calificativos sabíamos a cuál de las dos se refería.
—Sí —continuó la señora—, es difícil educar a los hijos, cuesta mucho esfuerzo, mucha energía y a veces es verdad que con todas las demás obligaciones, no tenemos esa fuerza, pero eso ya lo sabíamos antes de tenerlos —Aquí la señora hizo una pausa, la sentí dudando de si continuar, pero continuó—. Supongo que ya sabes que no les viene nada bien para su salud que crean que ellas tienen la culpa de lo que os pasa —dijo con voz serena, esta vez con más tiento aún si cabía, como si temiera alterar a las avispas que revoloteaban cerca.
Mi madre trató con toda la concentración de que era capaz de imitar su tono. Comenzó suave, como rara vez la escuchaba, solo a veces cuando se relajaba delante de la tele y algo le hacía gracia. Redoblé mi atención, era algo extraordinario, parecía otra mujer, pero fue poco lo que pudo contener el runrún de siempre, con cada palabra elevaba un semitono el discurso y un decibelio el volumen, en una amenazante escala cromática que ponía los pelos de punta a quien no tuviera mi escudo. Le eché de inmediato el cierre a mi oído.
La otra madre se levantó antes de que la mía terminara de hablar y llamó a su hija que tampoco le hizo caso, estábamos jugando a las cartas por parejas.
—Vamos, es tarde —insistió—. ¡Ah! —se interrumpió—. Aún no habéis terminado la mano, bueno espero, pero esta es la última —dijo y se sentó junto a nosotras en el suelo. Aquello también me desconcertó, qué procedimiento más extraño. Yo en ese aspecto solo conocía el estilo de mi padre. Él siempre llevaba en la mochila una bolsa llena de chuches con las que nos premiaba si obedecíamos y otra bolsa llena de amenazas para acobardarnos en caso contrario, no se podía dialogar con nosotras al parecer, ni con mi madre, por razones obvias que ya he mencionado.
La voz de aquella señora no la volví a escuchar, pero aquel día algo cambió en mí, por eso lo llamo mi epifanía. Escuché un discurso diferente, que no revalidaba todo lo que ella decía, ni le seguía el rollo como hacían los demás y yo lo sentí como una nota verdadera en una melodía falsa.
Creo que fue en ese momento cuando aprendí a interesarme por el resto del mundo, aunque a veces sintiera un miedo terrible, en una búsqueda que aún no ha acabado y que ni siquiera sé lo que es. Siempre pensé que era a mí misma, a mi nombre propio, pero ya, como iréis averiguando más adelante hasta estoy empezando a dudar que eso exista.
Continuando por donde iba caigo en la cuenta de que doy por sentado que vais a ser muchos los lectores, pero eso no es más que una conjetura, en realidad solo puedo estar segura de que tú la estás leyendo, de lo contrario no existiría esta historia ¿o eres de los que piensan que las cosas existen por sí mismas, independientemente de un observador que de fe de ellas?
No, no hace falta que te lo plantees ahora, si lo haces puedes perder el hilo y entonces todo habrá acabado entre nosotros.
Mejor volvamos a mi infancia, quiero atestiguar que fui una de esas personas afortunadas a las que, pese a muchas circunstancias en su contra, el sistema sí les funcionó. Yo estaba deseosa de aprender y sacaba unas notas excelentes. No os extrañará si confieso que en mi búsqueda, lo que más me obsesionaba era mi forma de comunicarme. Imitaba frente al espejo a las más educadas y carismáticas de mis profesoras o a cualquier otra figura que despertara mi admiración.
No quiero dejar pasar antes de continuar mi historia, que mis padres, pese a su mala educación y sus continuas peleas, trabajaban en lo que fuera, todo hay que decirlo, para que no nos faltase de nada y nunca descuidaron sus obligaciones, ni siquiera durante sus frustradas tentativas de rehacer su vida con contrincantes nuevos.
Pasaré de largo mi adolescencia, demasiado larga y caótica, y aterrizaremos de golpe en mi gran día, aquel en que recibí mi doctorado.
Mis padres llegaron exageradamente bien vestidos, con ese plus que uno concede al placer de restregar, que gana por la mano sin duda al placer de seducir. “Restregar”, es feo ese verbo ¿verdad?, ya sabes, siempre se dijo: la educación que no viene de cuna, es un barniz muy frágil que se descascarilla a la menor provocación, y presenciar su juego tan transparente producía ese efecto en mí, me arrancaba el disfraz y sacaba a la barriobajera que llevaba dentro.
Como iba diciendo, los sentamos juntos, como mi hermana y yo habíamos planeado, y como era fácil de prever, se ignoraron tercamente durante toda la ceremonia hasta que llegó mi turno de recibir mi título. Consideré necesario agradecerles su apoyo aunque más que como un respaldo, lo había sentido toda mi vida como si me salpicaran aceite hirviendo. Aun así, me obligué a pronunciar las primeras palabras pues era lo que se esperaba. Entonces algo pasó, a medida que las decía veía el efecto que causaban en mis padres, vi sus expresiones, vi sus ojos, «¡el primer premio que les concedía la vida!», parecían decir y me vino a la mente una imagen horrible que presencié una vez en televisión, de esas que no se olvidan, de unos padres que se dejaban empujar y pisotear por alzar a sus hijos por encima de una valla hacia la salvación. Mis palabras entonces se volvieron sinceras, comenzaron a brotar de mi corazón, caudalosas y se me atascaban en la garganta, ¡a la porra se fue la dicción! Tuve la dicha de verlos mirarse a los ojos y de sonreírse por primera vez en años.
No mucho tiempo después conducía camino de la oficina muy de mañana. El edificio lo ocupaba un grupo de empresas situado en el centro de una zona industrial totalmente colapsada a esas horas.
Me aproximaba al parking por el carril contrario a su entrada, en el que ya había un coche esperando que se alzara la puerta. Yo tenía que girar a la izquierda para entrar también, pero los coches parados del otro carril me impedían hacerlo. Yo veía sus caras a la defensiva, vacías de inteligencia a esas horas y miré para otro lado, dejando que se confiaran, pendiente del más mínimo descuido para colarme. Escuché a alguien vociferar: “no pases”, o algo parecido, era imposible escucharlo entre el ruido de la calle y mi antigua compulsión de cerrar el oído al que perdía los nervios. Arrancó el vehículo que me estorbaba y aproveché para colarme, de paso me llevé algún insulto. Nada más parar detrás del coche que aún no había entrado se abrió la puerta de este y salió disparado un tío furioso.
¬—¡Tenías que meterte! ¿Pero no me estabas escuchando? Llevo un rato advirtiéndote de que no te metieras que no se abre la puerta, ¿ahora estamos atrapados?, ¿quién da marcha atrás con esta caravana cerrándonos el paso?
Lo dijo de corrido sin esperar respuesta, tensó los brazos con impotencia como si tuviera que resistir la tentación de agarrarme por el cuello. No puedo decir que sintiera la voz de mi madre diciéndome: “si es que eres como una piedra”, pero sí sentía el mismo malestar, mesclado con culpabilidad y bochorno. Me obligué a reaccionar.
—Toma —dije poniéndole mis llaves delante de su cara para que las cogiera. Lo hizo de forma automática, por ese instinto prensil que aún nos queda residual, sobre todo a algunos y más a esas horas de la mañana.
Me di la vuelta sin dar más explicaciones, caminé por la acera hasta dejar atrás cuatro coches y me puse delante del siguiente cortándole el paso.
Hice señas a mi nuevo adversario que me miró con los ojos muy abiertos de incredulidad cuando comprendió lo que pretendía y sacudió la cabeza dándome a entender que estaba loca. Se metió en mi coche y comenzó a dar marcha atrás, mientras yo aguantaba firme con mi viejo escudo, los bocinazos y las rabietas de los otros conductores.
Arrancaron los cuatro coches que tenía delante de mí y grité con fuerza: —Ahora —. Se escuchó el chirrido de las ruedas al hacer la ele marcha atrás y sentí un profundo olor a neumático quemado. Se paró justo delante de mí. El corazón me latía tan fuerte que tapaba los acelerones amagados del que tenía a mi espalda.
Corrí hacia mi coche, y abrí la puerta de un tirón.
—Saca el tuyo, corre, yo los aguanto.
Él se alejó corriendo y se metió en su coche. Apreté los dientes pidiendo a quien me escuchara que no se le calara y de paso que no me atacara ninguno de los conductores furiosos que tenía detrás. Emergió de entre el humo negro con una pericia asombrosa, frenó y salió disparado de nuevo cuando el semáforo ya se cerraba y ahí me quedé yo, aguantando la mecha.
Aparqué donde pude y entré en el edificio mirando para todos lados, acababa de dejar entrar con mi torpeza una serpiente en mi paraíso y ahora temía tropezarme con él en cualquier momento. ¿Conoces la sensación?
Lo que son las cosas, en los cuatro meses que llevaba trabajando ahí no me lo había tropezado nunca, pero ahora era raro el día que no lo hacía. Contrariamente a lo que temía, no me dirigió la palabra, tan solo me dejaba caer la mirada con la misma incomodidad que yo.
Salvo por ese estúpido incidente que vino a recordarme la que era yo en otros tiempos, mi vida continuaba por el carril que yo le había trazado. Trabajaba con gusto y con dedicación, tenía buena relación con mis compañeros, aunque no faltaron pequeños conflictos aquí y allá que nunca llegaron a hacerme perder los nervios.
Llegó la Navidad y con ella la fiesta que preparaba todos los años la propiedad del edificio para que confraternizaran sus inquilinos. Bajé tarde porque me iba de vacaciones y tenía mucho que terminar. Cuando llegué, mis compañeros me llevaban unas cuantas copas de ventaja y me quedé un poco al margen, escuchando sus gracietas ebrias junto a una mesa de canapés.
—Ese no te lo aconsejo —dijo una voz junto a mí y al ver quién era estiré el brazo y cogí justo el canapé que señalaba, me lo metí en la boca de un tirón por calmar los nervios. Lo miré incómoda mientras masticaba y el sentido de lo que dijo y el sabor agrio del canapé me tocaron el cerebro en el mismo momento.
—¡Muh! —exclamé poniéndome la mano en la boca y buscando con los ojos algo donde escupir lo que contenía —¡Muh! —repetí con asco.
Él materializó en seguida una servilleta, no del todo limpia y me la entregó.
—¿Pero a ti qué te pasa? ¿Siempre vas de cabeza a por lo que se te previene?
La verdad hizo diana y comencé a reírme sin control ante su mirada seria y condenatoria. Como la risa es contagiosa, al poco él me siguió, en la risa, en los ojos, en los labios y en ese amor que para algunos sólo llega una vez. Antes de que acabara la noche le había contado todo lo que había guardado a lo largo de los años, todo: lo feo, lo doloroso y lo absurdo.
Unos meses después estábamos casados y en los tres años siguientes llegaron nuestras dos hijas. Hasta ese momento nuestra vida había sido perfecta, si teníamos defectos o no los vimos o no nos afectaron. La carga y la responsabilidad del trabajo también fueron aumentado con el tiempo, era la consecuencia esperada de nuestro crecimiento profesional, pero cuando estas se sumaron a las familiares la tensión subió hasta hacerse insoportable.
Acostumbrados a nuestro mundo idílico, cualquier palabra brusca nos hería, cualquier falta de atención era interpretada como el principio del fin. Me descubrí reprimiendo las respuestas victimistas de mi madre que se me caían de la boca a poco que la abriera, por ello sin más recursos que mi escudo, callaba, todo mi afán era no seguir su camino.
Él estaba irascible y me increpaba por todo: tú, tú, tú; mi silencio lo convertía en el único malo y a mí en la única culpable. Debió ser su necesidad de obligarme a reaccionar de una vez lo que le llevó a sacar al aire una de mis confidencias y exponerla en mi contra, aquel fue el principio del fin.
Nuestra separación fue fría y silenciosa: dos no discuten si uno no quiere. Después de firmar, al salir del juzgado él me retuvo.
—No le cuentes a otro todo lo que te has guardado —dijo con voz ronca—. No son celos —se interrumpió—, es que es mío, ¿no merezco saberlo antes que nadie?
Asentí, pero no dije nada.
—Cuando estés preparada —insistió él.
Volví a asentir. Luego crucé la calle y me metí en un parque. Era primavera, me senté en un banco al sol y extendí mis brazos sobre el respaldo, levanté el rostro y cerré los ojos, las avispas zumbaban tentadoras.
El divorcio se deslizó por nuestras vidas con suavidad, como esos recursos del cine, que nos llevan de una escena a otra con delicadeza, dejando deslizar una sábana blanca y ondulante por delante de la cámara para que el espectador se olvide del dolor del que ha sido testigo y se prepare para una experiencia nueva.
Desde mi infancia acostumbraba a vivir mi vida como un continuo ensayo de un personaje que se iba formando con aportes que tomaba de aquí y de allá. Con semejante nivel de control no perdía mi tiempo ni mis energías desempeñando papales para los que yo no valía y el de esposa o pareja me quedó claro que era uno de ellos. Me entregué de lleno pues, a mis hijas y a sacarle partido al doctorado que tanto me había costado conseguir en la multinacional en la que ya llevaba algunos meses trabajando.
Los años pasaban sin grandes sobresaltos. Nuestras vidas estaban bien organizadas, teníamos una señora que nos hacía el trabajo de casa y entre su padre y yo nos ocupábamos de las niñas el resto del tiempo sin peleas ni grandes contratiempos sino más bien, un trato triste, vacío de emociones que no era más que otra modalidad, más fina tal vez, de la indiferencia fingida de mis padres. Me daba tanta pena que hasta deseaba para él una compañera, pero si la hubo, o no me enteré o me lo ocultaron.
Una mañana de tantas apagué el despertador antes de que sonara y me arreglé con esmero. Me esperaba una reunión importante. Ese día yo tenía que presentar mi proyecto, uno que había elaborado después de unos cuantos meses de investigación de mercado, competencia, recursos con los que contábamos entre todas nuestras empresas y demás factores. No era el único producto que se presentaría, otros compañeros presentarían los suyos, pero solo el mejor sería el que implementarían y ni qué decir tiene el que se llevaría después el ascenso, el sueldazo, y el porcentaje de los beneficios si se cumplían los objetivos. Dejé a las niñas en el instituto como todos los días, no quería romper la rutina, pese a la importancia del día, para distraerme y no ponerme más nerviosa. Justo cuando arrancaba de nuevo se me cruzó una señora mayor y frené de golpe, nos miramos por un instante, ella sorprendida y asustada, pero no enfadada, yo… ¡era ella!, pensé incrédula, era ella, la señora de mi infancia, la otra madre, ahora casi una anciana.
Llegué a la oficina aún trastornada por el encuentro, no podía dejar de decirme que debía significar algo, que no podía ser una simple coincidencia. Colgué el abrigo y metí mi bolso en el cajón. Me giré en mi silla y me encontré de cara con la frase que llevaba años enmarcada y haciéndome compañía desde alguna pared: “Quiero ser individuo, no me habléis en plural”, suspiré y me reafirmé en mi contundente declaración de independencia.
—¿Estás lista? —me interrumpió un compañero desde la puerta. Me giré sobresaltada. Había llegado la hora de la verdad, recogí mi pincho USB y juntos nos dirigimos a la reunión.
Lo primero que recibimos fue un discurso del jefe, inspirado en el nuevo curso de formación en liderazgo que había recibido en Estados Unidos: de ahora en adelante, se nos anunció, debíamos trabajar en equipo y expresarnos en primera persona del plural; se había acabado el yo y había nacido el nosotros.
Lo que a priori pareció muy buena idea, mostró su lado absurdo a medida que se nos dio paso a exponer nuestros proyectos y el jefe nos fue interrumpiendo cada vez que escuchaba un yo, para corregirlo por un nosotros. La reunión se tornó un tanto incómoda, desconcertante y no fui la única que le hizo ver que en tal o cual cosa no había habido ningún nosotros, que nadie nos había ayudado, pero no hubo quien lo disuadiera de su nuevo credo.
En algún momento de aquella exposición frustrante me di cuenta de que aquello era como correr por una cinta mecánica que no me llevaba a ninguna parte y perdí la ilusión. Salí de allí deprimida, mi mundo se había vuelto patas arriba, había entrado una nueva idea en mi cabeza, pero esta vez no venía a salvarme, sino a destruirme, iba a ser engullida por un nuevo superorganismo.
Abandoné la oficina sin mirar atrás, no quise discutir con los compañeros lo que había pasado en esa reunión. Estaba indignada, me sentía engañada: tanto trabajo, tanto que había sacrificado para la construcción de mi persona, mi persistencia por el camino trazado y ahora tenía que ingresar a la fuerza en una colmena, un equipo que me arrastraría a quien sabía dónde.
Por el camino elaboré un plan, un último intento de salvarme, de dejar fe de mi existencia. Entré en casa y escribí mi historia, mi biografía, tal cual me venía a la cabeza, cada uno de los episodios que me marcaron, empezando por el día en que empezó todo. Hice muchas copias, gasté los dos paquetes de folio y los cartuchos de impresora que tenía de repuesto en imprimirlas. Trabajaba como una loca, como si tuviera fiebre y delirara. No, no creas que no me he dado cuenta, sé que era una versión más sofisticada y extravagante del chismorreo de mi madre, pero ¿qué quieres? ¿Acaso no llevaba sus genes?
Taladré un agujero en la esquina superior derecha de las hojas, y sin nada más sofisticado a la mano, pasé un hilo de lana por cada agujero, anudé los episodios por separado después de numerarlos. ¡Ya estaba hecho!, los metí en una mochila y pensé deprisa cómo distribuirlos por la ciudad. La locura me multiplicaba las ideas en un frenesí que me hacía sentir viva, como si dejara explotar todos los orgasmos a los que había renunciado durante esos años.
Me vestí con ropa cómoda y anodina, me recogí el pelo bajo una gorra y con la mochila al hombro salí de casa. Ya lo tenía todo pensado: los andenes de metro, sabía que habría cámaras pero ya conocéis mi escudo. El procedimiento era simple, la regla de oro de todo buen plan, esperaba a que llegara el metro y aprovechaba la confusión de la gente mientras subía y bajaba. Para cuando la nube pasaba yo ya no estaba y mis historias quedaban por ahí, colgadas de un hilo.
Me gustó tanto la experiencia de aquella tarde, que compré más folios y mar cartuchos y durante aquella noche no paré de imprimir hasta que la impresora se rindió. La tarde siguiente lo primero que hice fue, lo que hace todo buen delincuente, volver a la escena del crimen, y sí, pude comprobar que las hojas habían desaparecido, así que animada continué por sitios distintos. Unos días después la noticia corría por la ciudad, y yo me sentía más feliz de lo que lo había estado en toda mi vida.
Pero a mi historia le faltaba el final que es este, el que ahora tienes en tus manos, del que solo imprimí cuatro copias para que fuera muy especial como los cromos difíciles de las colecciones que hacía de pequeña. Luego, para hacer aún más azaroso que llegara a tus manos, no las dejé en andenes sino a los pies de cuatro “sin techo” mientras dormían. No creas, tuve miedo de que estos al descubrirlo, se rieran a carcajadas o incluso de que le ofendieran mis ridículas desventuras, pero ¡qué demonios!, todos estamos juntos en este absurdo que es el mundo.
No paré porque me cansara, ni porque me dieran miedo mis correrías, paré porque tenía que asistir a un acto en el instituto de mis hijas y no quería presentarme con la cara de agotamiento que tenía, además ese hecho me trajo a la realidad y a la cordura, no quería darles motivo de vergüenza. En ese acto iban a comunicarnos los expedientes escogidos para que estudiara en un prestigioso instituto inglés, así que al llegar del trabajo el día anterior en lugar de la mochila cogí la cama y dormí quince horas seguidas.
Al día siguiente su padre y yo esperamos juntos que abrieran el sobre, y no, no pronunciaron su nombre. Sentí entonces la desilusión de mi hija en su cabeza gacha y sus lágrimas, sentí el apoyo que le daba su hermana con un abrazo, sentí la mano de mi exmarido que agarró la mía con fuerza y sentí por fin lo que era la dicha del nosotros. Levanté mi mirada, la fijé transparente en sus ojos y le dije:
—Ya estoy preparada, ¿aún quieres escucharlo?
Él apretó de nuevo mi mano y asintió sin necesidad de más explicaciones. Salimos todos juntos a una terraza cercana a tomar el aperitivo e intercambiamos palabras de consuelo.
Sentí de repente un pinchazo muy doloroso en mi hombro, puse la mano y giré la cara de golpe, observé la avispa alejarse después de decir por fin su última palabra.
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